Durante mi vida universitaria fui un hincha fanático de Universitario de Deportes. Mi vida cotidiana giraba en torno a la U. Despertaba pensando en la U y cada momento del día el equipo llenaba mis pensamientos, el resultado del fin de semana anterior y las probabilidades para el siguiente domingo. A diferencia de la mayoría de hinchas cremas, Alianza Lima me resultaba indiferente, para mi, el enemigo era Cristal.
Como hincha crema, fui aprendiendo a conocer a Lolo. En algunos vídeos viejos que eventualmente pasaban los programas deportivos. En alguna nota periodística que alguna vez aparecía en alguna revista o periódico. Y escuchando a los viejos, a quienes tuvieron la dicha (y el honor) de verlo jugar. Mi abuelo y mi padre lo vieron jugar. Mi padre, a pesar de ser aliancista, hablaba de Lolo con una admiración casi comparable con la admiración y respeto que sentía por Víctor Raúl.
Hace poco se celebraron los 100 años de su nacimiento. No pude evitar que más de una lágrima surcará mi rostro al recordar los bellos años en los que fue mi ídolo máximo. Porque no ha habido ni habrá un deportista que alcance su trascendencia. Quizás haya decenas de futbolistas más talentosos y quizás hasta alguno que sea un mejor 9 que Lolo. Pero ninguno ha tenido ni tendrá su grandeza. Ninguno tiene (ni tendrá) a millones de peruanos alineados con respeto tras su legado.
Ahora ya no me considero un hincha de la U. No puedo evitar celebrar cada uno de los goles del equipo, pero las épocas de calentura juvenil pasaron. Sin embargo, Lolo seguirá siendo para mi un ejemplo. Un ídolo más allá de cualquier límite. Basta ver la humildad con que recibía el reconocimiento de un estadio completo durante su despedida para vislumbrar su gran valor humano.
Gracias Lolo por acomparme tantos años y por seguir en mi corazón.
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