Hace unos años vi un documental que me llamó mucho la atención. Trataba sobre los fanáticos del Concorde.
Las personas entrevistadas tenían clubes, viajaban largos tramos para ver el avión aterrizar o despegar. Eran felices haciéndolo. Muchos tenían años ahorrando para hacer el viaje soñado. Cuando se cerró el programa, varios lloraban al verse imposibilitados de cumplir su sueño. Casi todos eran personas de clase media baja o pobres. Ninguno era un viajero frecuente, sólo algunos habían volado alguna vez, con muchisimo esfuerzo.
Cuando el Concorde se accidentó en París, la mayor parte de los pasajeros fallecidos eran jubilados alemanes, que habían hecho un gran esfuerzo por viajar en él.
Entendí con claridad que hay dos mundos. El de los que todo lo pueden y todo lo tienen y el de quienes soñamos con alcanzar, alguna vez, alguno de los privilegios de los otros.
En un mundo ideal, todos deberíamos tener las mismas oportunidades. No necesariamente los mismos beneficios porque ellos deberían estar en función de nuestro esfuerzo y talento; pero si, obligatoriamente, las mismas oportunidades. Quisiera que mis hijos tuvieran las mismas oportunidades que tienen los niños que van al Lincoln o al Markham, quisiera también que todos los niños altoandinos tuvieran las mismas oportunidades que espero tengan mis hijos.
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